29 de Julio 2004


LA MUERTE NO SABE NADAR (1ª PARTE)

- Si alguna vez has soñado con morir, éste es tu momento.
Él no dudó y corrió hacia ella lo más rápido que pudo. Pero cuando llegó a donde ella se encontraba ya se había esfumado. ¿Por qué siempre hacia lo mismo?
A la mañana siguiente se levantó y no se acordaba de nada. Esa escena pasó a ser un recuerdo que sólo conservaría ella, y que conservó el resto de su existencia.
Cuando la conoció le pareció haberla visto antes. Sus rasgos no eran difíciles de olvidar, pero había algo en ella que reconoció enseguida. Su presencia irradiaba un olor tan familiar...
Nunca lo averiguó. Nunca supo que ella siempre había estado allí. Que estaba incluso antes que él. Que le conocía mejor que nadie. Pero él no pareció darle importancia.
Él era todavía un crío. Empezaba a ver, con una mezcla de orgullo y vergüenza, cómo le aparecía una pelusilla bajo la nariz, que crecía poco a poco. Nadie sabía porqué ese chico joven y sano tenía siempre esa pátina de desgracia, ese afán por la catástrofe. Tenía una necesidad insaciable de sentirse desgraciado, abatido, moribundo. Aunque no tenía motivos para ello lo que le deprimía aún más.
Era un chico triste y callado, casi mudo. Su única afición era dejar pasar largas horas sentado en las rocas frente al mar. En soledad. En silencio, sólo quebrado por el suave rumor de las olas. Cuántas veces tuvo la tentación de tirarse y acabar así con su vida. Encontrar la muerte en el único lugar que le fascinó mientras vivía.
Su familia, por aquel entonces, ya había cesado en su empeño por comprenderle. Había estado en manos de psicólogos, psiquiatras, sanadores, videntes... Y había sido obligado a medicarse y realizar múltiples pruebas para resolver el enigma de su desdicha. Pero nada funcionó, y sólo sirvió para empeorar las cosas. Se cerró en banda y dejó de tratar con la gente. En su mundo ya sólo estaban él y su enorme carga, que estaba condenado a arrastrar hasta la tumba.
Mientras los demás chicos de su edad empezaban a descubrir la vida, él sólo sentía atracción por la muerte, tan aterradora y apaciguadora a la vez. Quería conocer el secreto que encerraba.
Día tras día se evadía más del mundo que le rodeaba. Cada vez estaba más lejos. Tanto, que desde allí no oía las voces de los que le hablaban; ni siquiera los distinguía en un horizonte que sólo veía él.
Cada vez pasaba más horas mirando el mar. Escuchando sus sonidos, sus silencios.
Allí fue donde la vio por primera vez.
Era lánguida y frágil. Delicada como una flor y siniestra como el demonio. Su piel era pálida y fría, que contrastaba con su larga cabellera negra azabache.
Su aparición le turbó. Le asustó el hecho de ser la única persona a la que podía ver y oír. Por más que se esforzaba en hacerla desaparecer, como al resto, ella permanecía allí. Mirándole con los ojos abiertos como platos, atravesándole.
Se sentó junto a él sin mediar palabra, sólo mirándole fijamente y observó el mar durante horas y horas. Cayó la noche y les sorprendió en las rocas, en las que permanecían inmóviles desde mediodía, y les ahuyentó.
- Tendríamos que volver.
Fue él el primero en romper el silencio. Enseguida se dio cuenta y ella también. Ella le inspiraba confianza, como si fueran viejos amigos, como si no fueran unos completos desconocidos. Hacía meses que no hablaba con nadie, que no veía a nadie... Aunque había aparecido de improvisto, él le había dado una acogida más que satisfactoria.
Ella le miró largo rato, con una mirada dulce y comprensiva, pero con tal fijación que se hacía obsesa, enfermiza. Tuvo que apartar la vista para no caer allí mismo. Se sentía cansado, aturdido. Ya era suficiente por ese día.
Empezó a andar en la oscuridad, tropezando torpemente a cada paso. Cuando el terreno se alisó arrancó a correr para huir de ella. Miró hacia atrás, histérico, para observarla. Pero ella ya no estaba. Había desaparecido sin dejar rastro. Se quedó sin respiración, helado. Seguía huyendo y ya apenas podía recordar de qué, de quién.
No pudo conciliar el sueño en toda la noche. Tumbado en la cama no dejaba de pensar en ella. Esa muchacha de rostro melancólico, de apariencia tan débil, pero que encerraba algo misterioso, sórdido. De repente le vinieron a la cabeza miles de pensamientos cruzados, millones de ellos. El encuentro de ese día acababa de trastocar su mundo. Su vida, desarrollada siempre en escenarios desolados, quizá por fin adquiría sentido. Ya no estaba solo. Esa chica... No podía olvidar su mirada penetrante, que parecía ver más allá de su piel. Parecía adivinar sus pensamientos y conocer todos sus miedos, sus inseguridades.
Necesitaba verla otra vez. Averiguar quién era esa chica, porqué se había metido en su mundo. Quizá sólo estaba en su cabeza. Quizá sólo fue un producto de su imaginación, un placebo para calmar su soledad, completamente desbocada. ¿Por qué había ido a buscarle? ¿Cómo le había encontrado? ¿Cómo había entrado en ese mundo? O era él quien había salido... Las ideas salían a borbotones de su cabeza, empujándose unas a otras, sin control. Sentía que estaba a punto de estallar y por fin, agotado, se rindió al sueño.

Escrito por Jake|29 de Julio 2004 a las 03:34 PM|


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